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La felicidad termina...

Cuando era joven, conocí al amor de mi vida. Fue un momento de pura felicidad, una conexión que parecía perfecta. Pensé que nada podría romper eso. Sin embargo, con el tiempo comprendí que incluso las relaciones más hermosas pueden tener su final.

Nadie espera que las cosas malas sucedan, pero la vida puede ser bastante impredecible. Recuerdo cómo una enfermedad lenta, desgastante, pudo cambiarlo todo. Ver a mi esposo luchar contra el cáncer y perder vitalidad día tras día fue devastador, pero también me enseñó mucho sobre el amor verdadero y la fuerza que desconocía que tenía.

Hay también esos momentos inesperados que te dejan sorprendida. Un amigo nuestro perdió el equilibrio en un sendero de montaña y, aunque parecía algo sencillo, ese accidente cambió todo en un instante. Su muerte repentina nos dejó a todos con el corazón roto, un recordatorio de lo frágil que es la felicidad.

Las personas cambian y, con el tiempo, nosotros también cambiamos. Mi esposo y yo, que alguna vez éramos inseparables, empezamos a tomar caminos diferentes. Nuestros sueños, metas y personalidades evolucionaron. Un día nos dimos cuenta de que ya no éramos compatibles como antes. Fue duro, pero ambos sabíamos que necesitábamos seguir diferentes caminos.

Hubo una noche en particular que me cambió mucho. Conocí a un extraño en un bar y sus palabras, aunque simples, me abrieron los ojos. Me mostró verdades que no había querido ver y, aunque fue doloroso, también fue liberador. A veces, escuchar verdades de desconocidos puede ser lo que más necesitamos.

He aprendido que la felicidad siempre encuentra su final. No lo digo con amargura, sino con una comprensión más clara. Esos momentos de alegría son preciosos precisamente porque no duran para siempre. Nos enseñan a valorar cada instante y a estar preparados para los cambios.

El mejor de los casos sería que mi esposo y yo hubiéramos vivido y muerto juntos, en paz, al mismo tiempo. Pero sé que es solo un sueño. En la vida real, uno de los dos tiene que enfrentar la pérdida del otro. Vivir esto ha sido difícil, pero también me ha hecho más fuerte y consciente de lo que realmente importa.

Ahora, con cincuenta años, veo la vida de una manera que solo los años de experiencias me podrían haber enseñado. Aprendí a valorar cada momento, a aceptar los desafíos y a vivir con más autenticidad y plenitud.



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