500 días de verano
Les voy a contar sobre la vez que me rompieron el corazón, pero de una forma tan silenciosa que ni me di cuenta hasta que fue tarde.
Conocí a una chica en la pega. Ella era distinta, tenía esa onda de que no le importaba nada, escuchaba música antigua y se vestía como quería. Desde el día uno me puso el parche antes de la herida: 'No busco nada serio, no creo en el amor de cuentos, ni en el matrimonio, ni en las etiquetas'.
Yo, ingenuo y enamorado hasta las patas, acepté. Pensé: 'Ya, filo, igual la vamos a pasar bien'. Y así fue. Fueron meses increíbles. Íbamos al Sodimac a jugar a la casita, nos reíamos de la gente en el parque, nos contábamos secretos. Para mí, éramos pareja. Para mí, era el amor de mi vida. Yo juraba que, con el tiempo, ella se iba a dar cuenta de que estábamos hechos el uno para el otro.
Pero un día, comiendo unos completos como cualquier martes, me miró y me dijo: 'Esto ya no funciona. No quiero un pololeo'. Y así, sin peleas ni gritos, se acabó. Me dejó tirado.
Pasé meses en el hoyo. Escuchando canciones tristes, repasando qué hice mal, por qué no fui suficiente para que ella creyera en el amor.
Hasta que un día, un par de meses después, me la topé. Y ahí me contó la noticia: se casaba.
Me quedé helado. '¿Cómo? —le dije—, ¿no que no creías en el matrimonio? ¿No que no querías nada serio?'.
Ella me miró con una tranquilidad que me dolió más que el rechazo y me dijo: 'Es que con él supe cosas que contigo no sabía'.
Ahí entendí todo. No era que ella fuera fría, ni que tuviera el corazón de piedra, ni que el amor fuera un invento. El problema no era el concepto de pareja. El problema era yo. Ella sí quería todo eso, sí quería casarse y sí quería el cuento de hadas... solo que no lo quería conmigo.
Dolió, pero al final entendí que a veces uno es solo una estación de paso en la vida de alguien, mientras esa persona espera su verdadero tren. Y no hay culpables, solo mala suerte.
