Un chancho para el sabor
Hace como 40 años, cuando yo era un cabro chico, me mandaban de vacaciones al campo, al sur, donde un tío abuelo que tenía una pequeña fábrica artesanal de embutidos. Hacían longanizas, arrollados, queso de cabeza, de todo.
Un día, parado al lado de la máquina de moler y con toda mi inocencia de niño de ciudad, le pregunté: 'Tío, ¿y cuál es la receta de las longanizas? ¿Cómo sabe cuánta carne ponerle?'.
El viejo, un hombre de campo de esos tranquilos y prácticos, se limpió las manos en el delantal y me respondió con la honestidad más pura del mundo:
—Mire mijito, acá no hay receta escrita. Aquí le ponemos lo que llegue, con tal que el animalito esté sano. Si el vecino trae una vaca, le ponemos vaca. Si llega un caballo, bueno, se hace de caballo. Si hay ovejas, ovejas. Todo sirve.
Yo lo miré medio espantado, y él se rió y me dijo...
—Pero eso sí... siempre, pero siempre, hay que tirarle un chancho a la mezcla. El chancho es el que le da el sabor y la grasa. Sin el chancho, la cuestión no agarra gusto. Ese es el único secreto.
De esto han pasado cuatro décadas. Perdí el contacto con esa parte de la familia y no tengo idea si la fábrica sigue existiendo o si mantuvieron la 'tradición'. Pero desde ese día, cuando compro longaniza artesanal, prefiero comérmela callado y no preguntar mucho de qué está hecha.
