Se acaba el contrato...
Los hijos son como tener cocodrilos de mascota... Cuando son chicos, son una maravilla. Unos cocodrilitos enanos, adorables, con esos dientecitos de leche que si te muerden, te hacen cosquillas. Los muestras a tus amigos, les sacas fotos, sus pequeños berrinches hasta te parecen simpáticos. 'Miren, mi pequeño depredador está mostrando carácter', piensas, orgulloso.
El problema es que uno, en su infinita estupidez, se olvida de que los cocodrilos crecen.
Mi hijo mayor tiene 17. Ya no es un cocodrilito... Es un ejemplar adulto que se apoderó del ecosistema de la casa. Habita en su cueva (su pieza), de donde emanan sonidos guturales y olor a encierro. Solo emerge para alimentarse, vaciando el refrigerador con una eficiencia que ya se la quisiera un velociraptor, y luego vuelve a su letargo.
Sus 'mordidas' ya no dan risa. Ahora son frases como 'me das plata para salir?, 'por qué no entiendes que esto no se pausa?' o un silencio devastador que usa como arma de presión psicológica.
Pero la parte más brillante de esta teoría, la que me da paz, es la cláusula final: el contrato es por 18 años.
La sociedad y la naturaleza te dan un plazo fijo para criar a tu depredador. Cumplido ese tiempo, se asume que la criatura ya puede cazar por sí misma y debe buscar su propio pantano.
En mi oficina tengo un calendario. No es para las fechas de entrega. Es la cuenta regresiva. Me quedan menos de 12 meses para abrirle la puerta del pantano. Y que nadie me venga a decir que no soy un buen padre; he sobrevivido casi dos décadas con un cocodrilo bajo mi techo. Es mi mayor logro profesional.
