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Basado en hechos reales

Teníamos poco mas de 20 años, sin plata y con mochilas llenas de ilusiones y una valentía prestada. Dormimos en el Lady Luck de Las Vegas, un hotel que olía a alfombra mojada y a aire acondicionado peleando con el desierto. La habitación era angosta y la cama, un puente inestable entre el hambre y la risa. Compartimos un hot dog y un vaso de coca-cola con más hielo que bebida, y dimos por inaugurada la adultez con un brindis que apenas alcanzó para mojar los labios.

Tomamos una micro hasta el Venetian para mirar el canal que fingía ser Venecia. La góndola pasaba cantando por otros. Nosotros hicimos cuentas con los dedos y nos faltaron varios. En una servilleta manchada de ketchup escribiste: 'Cuando nos vaya bien, volvemos y gastamos sin pensar'. Doblaste la servilleta en cuatro y me la pusiste en la mano, como quien guarda una chispa para otra noche. 'Promesa', dijimos. Y la ciudad parpadeó como si hubiera escuchado.

Pasaron los años que no tienen fotos: trabajos que empezaron con la práctica y café malo, cuentas que a penas cerraban, dos o tres cambios de casa donde una planta sobrevivió de milagro. La servilleta viajó con nosotros de cartera en cartera, de billetera en billetera, como un boleto sin fecha. Aprendimos a querer con menos ruido y a dormir con menos horas. Se nos hicieron mapas en las manos.

Más de veinte años después, volvimos. Esta vez llegamos en auto; apenas nos detuvimos frente al hotel, el valet corrió a recibir nuestro vehículo y las maletas, livianas y llenas ropa. Nos miramos con un pudor alegre, como si nos hubieran sorprendido jugando a ser lo que ahora, de algún modo, ya éramos. El lobby brillaba y todo nuevo.

Salimos a caminar. El aire frío de los pasillos nos llevó como una corriente mansa. Las luces eran las mismas, o lo parecían. Llegamos otra vez al canal. El gondolero levantó el remo y ofreció turno, sonrisa ensayada, acento afilado. Dijimos 'gracias' con cortesía y seguimos bordeando el agua. Nos sentamos en las escaleras con café en vaso de cartón, por costumbre más que por ahorro. Saqué la servilleta: la tinta corrida, el pulso del pasado intacto.

'Volvimos', dije.
'Nos fue bien', respondiste.

Unos escalones más abajo, una pareja joven parecía que contaban la plata y no les alcanzaba. Él señaló el agua con la ceja; ella sonrió con esa mezcla de pena y broma que reconocí al instante. Nos vimos ahí, como si la ciudad nos devolviera un espejo con retraso. Bajamos con dos cafés y un sobre que habíamos traído sin saber para qué. 'Para cuando quieran cantar', dijiste. No dijimos más. No esperamos que lo abrieran. Volvimos a sentarnos, a mirar cómo el agua hacía su teatro y las luces se creían estrellas.

Al día siguiente volvimos al Downtown a buscar el viejo Lady Luck. En su lugar, el Downtown Grand brillaba como si nada hubiera pasado. El nombre nuevo no tenía nuestro olor. Nos quedamos un momento en la vereda y lo nombramos igual, en voz baja: 'Lady Luck'. Dicen que sus letras duermen ahora en el museo del neón. 'Aquí dormimos apretados', dijiste. 'Aquí prometimos', agregué. Nos reímos: la risa tenía ahora un borde tranquilo, sin hambre.

Volvimos al Strip. Nos ofrecieron un paquete de lujo que a los veinte habríamos recortado y pegado en la pared: cena con vista, asientos preferenciales, fotos con copas brillando. Leímos el folleto como se mira un traje ajeno: bonito, pero de otra talla. 'Podemos', dijiste. 'Podemos', repetí. Guardé el papel detrás de la servilleta, como quien entiende qué cosa vale.

Esa noche, otra vez frente al canal, el gondolero buscó nuestra mirada. Levantó el remo, hizo el gesto. Sacudí la cabeza con una sonrisa. No era negativa: era un sí a otra cosa. Antes no subimos a la góndola porque no pudimos. Ahora no subimos porque no quisimos. Entre una cosa y la otra estaban todos nuestros años: los trabajos, los sustos, los pagos al día, las manos aprendiendo a encontrarse en la oscuridad.

Al amanecer, el neón se fue apagando como si el cielo tuviera un interruptor. Desayunamos simple en el McDonalds: pan tostado, huevos, café que ya no necesitaba ser fuerte. Hablamos poco. El silencio entre nosotros tenía muebles y ventanas. '¿Cumplimos?', preguntaste, apoyando la mano sobre la mesa, la misma mano de entonces, ahora con líneas suficientes para trazar de memoria el camino de regreso.

'Cumplimos distinto', dije. 'Volvimos sin miedo a gastar. Elegimos no hacerlo.'

De regreso al hotel, el valet volvió a aparecer, rápido, atento. Nos entregó el auto como quien ofrece una llave que ya es nuestra. Metimos las maletas al auto, ahora llenas de fotos sin filtro y risas sin hambre... Me reí, porque entendí tarde: también nosotros viajábamos más livianos que antes...

Mientras salíamos hacia a la autoposta, pasamos una vez más junto al Venecian. En el reflejo de la ventanilla me vi tomar tu mano. Fue la compra más cara de la semana, la que nos costó veinte años aprender. Y ya estaba pagada.



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