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La mejor historia que nunca empecé...

Trabajo en una oficina en el providencia, y mi hora de almuerzo es sagrada. Pero no para comer... La uso para ir al gym, para desconectarme de la pega y el estrés. Mi ruta es siempre la misma, y en esa ruta había un local chiquitito que funcionaba como restaurante... de esas tipicas picadas de comida 'barata' en providencia...

Y afuera, casi siempre, estaba él... Un mesero. No era un mino de teleserie, para nada. Era un tipo normal, con el pelo un poco desordenado y una de esas sonrisas que te desarman. Todos los días, sin falta, cuando yo pasaba por fuera, nuestros ojos se cruzaban. Él, que seguro estaba en su descanso para el cigarro, me sonreía y me hacía un gesto con la cabeza y la mano, como diciendo “pase, está rico”...

Yo le devolvía la sonrisa, negaba con la cabeza y apuntaba con el pulgar hacia adelante, en dirección al gimnasio. A veces él se reía y levantaba los hombros, como diciendo “usted se lo pierde”...

Era nuestro código. Nuestro coqueteo tonto y silencioso de treinta segundos. Nunca crucé una palabra con él. Pero esa pequeña interacción me daba una inyección de ánimo que ni el mejor café. Era una promesa tonta, una pequeña alegría en medio de un día fome. Era mi teleserie personal.

Siempre pensaba: “un día de estos falto al gym y entro a almorzar”. Pero nunca lo hacía. La rutina siempre ganaba... Hasta que un martes, todo cambió.

Iba caminando, ya casi sonriendo por inercia, esperando mi momento del día... Pero cuando llegué a la puerta del restorán, tenía las cortinas metálicas abajo. Y un cartel feo, de esos de corredora, pegado en la ventana: “SE ARRIENDA”.

Se me apretó la guata. Así de simple. Se había acabado...

Nunca supe cómo se llamaba. Nunca probé la comida de ese lugar. Nunca más lo vi. A veces, cuando paso por ahí y veo el local vacío, todavía me acuerdo de su sonrisa. Fue mi amor platónico de la hora de almuerzo. Y fue la mejor historia que nunca empecé.



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