A todos nos ha pasado..
Mira, después de leer la confesión #76920 la de mina que se meó en el auto, sentí que no estoy tan sola en mis tragedias y me animé a soltar esto que me pasó hacer un par de años. Me da una vergüenza terrible, pero también me río recordándolo. Eso sí, juro que nunca le contaría esto a nadie en persona.
Era un día normal, saliendo de la u cansada como siempre. No sé qué comí ese día, pero algo me cayó mal: mi guata empezó a hacer ruidos raros en la tarde, como si tuviera un tambor adentro. Pensé “ya, aguanto hasta la casa”, porque los baños de la u me dan un asco atroz, siempre están medios mugrientos y prefiero mil veces esperar. Grave error.
Salí de clases y tomé la micro para mi casa. En el camino, los retortijones se pusieron muy intensos. Era como si mi guata estuviera en una guerra interna, apretándome con ganas. Apretaba las nalgas con toda mi alma, sudando frío, con la cara tensa como si me estuvieran interrogando. Cada movimiento era un peligro, cada segundo un suplicio. Intenté respirar hondo, contar hasta diez, pensar en cualquier cosa, pero nada. Gritaba en mi cabeza “¡AGUANTA, POR FAVOR, NO AQUÍ!”.
Llegué al paradero, pero al poco rato de bajarme, Me cagué. Literal. No aguanté ni un paso más. Sentí el calor húmedo, pegajoso, como si mis jeans se hubieran convertido en un desastre pantanoso. Y todavía me faltaban como 15 minutos caminando. Cada paso hacía un squish asqueroso, el olor era un crimen, y mi ropa interior dijo “chao, me rindo”. Caminé como pingüino, con las piernas tiesas, mirando a todos lados para ver si alguien cachaba mi drama. Menos mal era de noche, pero igual sentía que llevaba un letrero en la frente que decía: “SE CAGO EN LOS PANTALONES”. Esos 15 minutos fueron eternos, cada metro era una humillación, con el pantalón pegado y la vergüenza quemándome la cara.
Llegué a mi casa como pude, con el alma en un hilo, y corrí al baño. Mi familia estaba en el living, y mi mamá, que siempre cacha todo, me vio pasar con cara de funeral y gritó “¡Hija, qué te pasó!”. Ya en el baño, me saqué los jeans y la ropa interior, para posteriormente tirarlos a la basura (nunca más los quise ver) y me metí a la ducha. Mi mamá tocó la puerta y, muerta de vergüenza, le conté todo. Pobre, se aguantó la risa y me dijo “tranquila, mi amor, son cosas que pasan”. Fue súper comprensiva, igual que mi papá y mi hermano, que no me hicieron sentir peor en el momento.
Eso sí, unos días después, en un almuerzo familiar, mi hermano sacó el tema con un comentario y nos matamos de la risa. Yo quería que me tragara la tierra al principio, pero terminé riéndome también, porque qué más da, ¿no? Ahora lo tomo con humor, pero en ese momento fue el apocalipsis. Desde ese día, si mi guata hace un ruidito, voy al baño siempre. Fue asqueroso, humillante, pero también humano. Si la mina del auto se atrevió a contar, yo también, pero en la vida real, mi boca es una tumba. Ríanse no más, pero ojo, que a cualquiera le puede pasar. Lección aprendida, nunca más me fío de mi guata.