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Comprando dinero

Siempre me he considerado alguien práctico. Supongo que por eso acabé metido en esto de emprender. No es que tuviera un plan maestro desde la cuna, simplemente se me ocurrió una idea que pensé que podía funcionar y, sobre todo, que me apetecía intentar.

La cosa empezó en el garaje de casa. Quería hacer muebles modulares. Algo que tuviera un diseño decente, que la gente pudiera adaptar a su espacio y que no costara un ojo de la cara. Nada revolucionario, pero sí algo que yo mismo compraría.

Al principio, lo hacía todo yo. Desde los bocetos hasta el último tornillo. Invertí mis ahorros, que no eran muchos, en herramientas y materiales. Básicamente, estaba usando el dinero que había ganado en trabajos anteriores para financiar este nuevo proyecto. Cada hora que pasaba diseñando o montando era una inversión de mi tiempo y mi energía con la esperanza de que alguien, algún día, pagara por el resultado.

Pronto me di cuenta de que solo no llegaba a ninguna parte. Necesitaba ayuda si quería que aquello creciera un poco. Y aquí es donde entra la parte que a veces se malinterpreta. Necesitaba gente que quisiera trabajar conmigo, gente dispuesta a dedicar su tiempo y sus habilidades a cambio de un sueldo.

La primera persona que se unió fue una diseñadora con mucho talento, recién salida de la escuela. Le expliqué el proyecto, lo que podía ofrecerle, y ella decidió que le interesaba. Llegamos a un acuerdo sobre el sueldo y las horas. Ella aportaba su creatividad y su conocimiento técnico, y yo le pagaba por ello. Era un intercambio. Si la oferta no le hubiera convencido, habría seguido buscando. Si su trabajo no hubiera sido bueno, yo habría tenido que buscar a otra persona. Así funciona.

Luego se incorporó un carpintero con mucha experiencia. Estaba cansado de la inestabilidad de trabajar por su cuenta. Le ofrecí un trabajo estable, un taller mejor equipado y un flujo constante de pedidos. A cambio, él aportaba su habilidad con la madera y su capacidad para fabricar los muebles con calidad. De nuevo, un acuerdo entre dos partes.

El negocio fue creciendo. De ser tres personas, pasamos a ser un equipo más grande. Con cada nueva incorporación, el proceso era similar: yo necesitaba cubrir un puesto, y alguien necesitaba un empleo. Se hablaba de lo que cada uno ofrecía y de lo que esperaba recibir. A veces llegábamos a un acuerdo, otras no. Es parte del proceso.

Lo que a veces me cuesta entender es esa idea de que el valor de algo lo determina únicamente la cantidad de horas de trabajo que se han invertido en ello. Si eso fuera cierto, mi primer prototipo, en el que eché incontables horas y que acabó siendo un desastre, valdría muchísimo. La realidad es que no valía nada porque nadie lo quería.

En mi opinión, en el valor de un producto o servicio influyen muchas más cosas: la idea original, el riesgo que asumes al invertir tu dinero, la organización, la gestión, la capacidad de encontrar clientes... Todo eso también es trabajo, también es esfuerzo y también tiene un coste. Si el trabajo manual fuera la única fuente de valor, cualquiera podría montar su propio negocio sin más. Algunos lo hacen, y les va muy bien. Otros prefieren la estructura y la relativa seguridad de un empleo por cuenta ajena, y eso también está perfecto.

No me veo como 'el malo' de la película, ni tampoco como un santo. Simplemente soy alguien que tuvo una idea, que arriesgó y que necesita a otras personas para llevarla adelante. Les ofrezco un salario a cambio de su tiempo y su trabajo. Ellos valoran si les compensa. Si mañana alguien de mi equipo recibe una oferta mejor en otro sitio, es normal que la considere. Yo tendría que ver si puedo mejorar la mía o buscar a otra persona.

No tengo nada en contra de la gente que trabaja conmigo. Al contrario, son fundamentales... en muchos casos, me necesitan a mí, o a alguien como yo, que organice, que asuma el riesgo y que les ofrezca un lugar donde puedan, efectivamente, 'comprar dinero' con su trabajo. Es una relación, a veces tensa, a veces maravillosa, pero siempre basada en un intercambio que ambas partes, en el momento de aceptarlo, consideran beneficioso. O al menos, el mejor trato disponible.

Así que la próxima vez que oigan a alguien despotricar contra el 'empresario explotador', pregúntenle si alguna vez ha intentado crear algo de la nada, arriesgar su patrimonio y convencer a otros para que le 'vendan' su tiempo a cambio de una promesa. Es una experiencia... iluminadora. Y te cura rápido de cualquier romanticismo económico mal entendido.



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