Ojo con las banderas rojas antes de iniciar una relación:
Me alegra mucho que el protagonista de la historia #74352 haya sabido reconocer las banderas rojas de su ex pareja y no se haya dejado llevar por sus emociones. Ojalá yo hubiera hecho lo mismo, porque hoy me arrepiento.
Después de separarme de mi ex marido, experimenté la independencia por primera vez en mi vida. A mis 39 años, soltera y sin hijos, decidí explorar el mundo de las citas en Tinder, buscando vivir experiencias que mi fallido matrimonio me había negado. Durante algunos meses me sentí increíblemente bien: por primera vez en años, los hombres me miraban de una forma en la que jamás me habían mirado antes. Claro, era solo por mi cuerpo, pero al menos era más atención de la que había recibido en 11 años de relación.
Después de mucho XXX desmedido, llegó un punto en el que quise algo más, algo que no fuera solo físico. Así que me volví más selectiva… y fue entonces cuando apareció él: mi "pastel", el que terminaría convirtiéndose en mi último gran error amoroso.
Salimos durante seis meses, siempre como amigos. Para mí, nunca fue una posibilidad que pasara algo más, simplemente no era mi tipo. Además, veía demasiadas banderas rojas a su alrededor: aún no había puesto en orden su situación con sus hijas, ni en términos de tiempos ni en lo económico, pero parecía estar cómodo así. Siempre decía que tenía miedo de perderlas.
Nuestro ritual era simple: una botella de vino a la semana, conversaciones interminables y buena música en mi departamento. Todo se mantuvo así hasta que un día, después de varios meses, me confesó que había empezado a verme con otros ojos.
Si no hubiera sido por mi miedo a estar sola (ya me estoy terapenado) y porque el último match de Tinder con el que hablaba me dejó plantada en varias oportunidades, jamás habría dicho: “A ver, probemos…”.
Y ahí empezó todo.
La pasión fue descontrolada, como nunca antes en mi vida. Mañana, tarde y noche, no había descanso. Era un frenesí tan intenso que hasta me lastimaba, pero no importaba: la dopamina me tenía completamente atrapada.
Cerré los ojos a muchas cosas. Como el hecho de que, cuando no dormía en mi departamento, se iba a la casa de su ex para "cuidar a las niñas" mientras ella se quedaba con su novio. O que, cuando ella peleaba con su pareja, regresaba a la casa familiar y él tenía que quedarse allí "porque era su responsabilidad". Lo peor es que me lo contaba con mensajes que ella misma le enviaba, donde lo manipulaba diciéndole que era un mal padre si no lo hacía.
Yo me repetía a mí misma, que yo era una mujer sin complicaciones, segura de mí misma, que no tenía nada de malo que él hiciera lo que tenía que hacer. Pero había cosas que sí me molestaban: ella decidía cuándo tenía días libres sin las niñas (casualmente siempre los fines de semana) y él simplemente aceptaba sin chistar o inventaba días que supuestamente él le debía y él acataba o el hecho de que él seguía cubriendo todos los gastos de la casa como si todavía viviera allí.
Intenté apoyarlo, pero después de tres meses le puse un límite: las cosas debían cambiar. Le dije que era hora de ordenar todo con un abogado, que no podía seguir en esa ambigüedad. Pero él insistía en que todo lo hacía por sus hijas. Y en ese momento terminamos, me dolía mucho, pero no podía vivir en incertidumbre todo el tiempo.
Sin embargo, el destino nos hizo reencontrarnos. Yo ya conocía a sus padres y, cuando fui a devolverles un colchón que me habían prestado, nos vimos de nuevo. Nos abrazamos. Los sentimientos afloraron. Y decidimos intentarlo otra vez.
Esta vez con una "solución": buscaría un abogado y, además, nos iríamos a vivir juntos para que sus hijas tuvieran un lugar donde quedarse con él, sin que él tuviera que seguir yendo a la casa de su ex. Me pareció lógico.
Un mes y medio después, ya estábamos mudados juntos.
Pero el caos nunca terminó.
Siempre había conflictos entre él y su ex. A veces me decía que habían llegado a acuerdos y yo lo felicitaba, pero la realidad era otra. Pasaron cuatro o cinco meses y el famoso abogado nunca apareció. Yo insistía, lo presionaba… hasta que un día, después de haber salido con sus hijas, me miró serio y me dijo:
“Tengo algo que decirte… Te he sido infiel con mi ex. Te lo confieso porque si no, ella iba a llamarte. Me está chantajeando”.
El mundo se me cayó.
Me quedé en shock. Ni siquiera podía llorar. No podía creer que él, a quien tanto había apoyado, con quien había apostado todo, hubiera tenido algo con ella. ¡Ella, que lo trataba como basura! Yo misma la había escuchado gritándole por teléfono, había leído los mensajes llenos de desprecio que le enviaba.
Pero ahí estaba él, diciéndome: “Perdóname, no sé por qué lo hice, tal vez por los 20 años que pasamos juntos, no quiero perderte…”.
El dolor fue tan insoportable que compré un pasaje para que mi madre viajara a estar conmigo al menos una semana o dos semanas.
Pero la historia no termina aquí.
Porque, en un acto de pura estupidez, se me ocurrió perdonarlo.
(Continuará…)
