Me siento derrotada.
Hoy me armé de valentía. Me puse un vestido hermoso, uno que me hacía sentir bien, algo raro en mí porque, siendo una mujer con obesidad, no siempre es fácil sentirme cómoda o segura con mi apariencia. Decidí enfrentar el calor del verano y mi propia inseguridad para verme y sentirme bonita. En la oficina, todos apreciaron mi look y me sentí por un momento confiada, como si pudiera conquistar el mundo con mi confianza.
Pero esa sensación no duró.
De camino a casa, tomé el Transantiago. Una señora me miró y, en voz alta, me dijo: "Señora, disculpe, ¿está embarazada? Para darle mi asiento". En ese momento, sentí cómo algo dentro de mí se rompía. Con una sonrisa forzada y tratando de mantener la calma, le respondí: "No, no estoy embarazada, pero gracias". Sin embargo, lo peor no fue la pregunta, sino que mientras hablaba, tocó mi vientre, como si quisiera confirmar su suposición.
Lo que comenzó como un día lleno de seguridad y amor propio terminó de forma devastadora. La poca autoestima que me costó tanto construir se desmoronó. Llegué a casa con el corazón roto, mirando al piso, encorvada, sintiéndome pequeña y avergonzada. Me cambié de inmediato, escondí mi vestido en el clóset —quizás para siempre— y lloré. Lloré por mi cuerpo, por mi lucha constante con el hipotiroidismo y la resistencia a la insulina, que no me permiten bajar de peso a pesar del tratamiento.
Sé que la obesidad no siempre se entiende y que muchos no comprenden lo que implica vivir en un cuerpo como el mío. Pero, por favor, si alguna vez ven a alguien y dudan si está embarazada o no, simplemente ofrezcan su asiento sin preguntar. No saben cuánto daño puede causar una pregunta como esa, aunque no tenga mala intención.
Hoy me siento derrotada, pero quiero que este mensaje sirva para reflexionar. No se trata solo de cortesía, sino de empatía.
