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Recuerdo que era un martes cualquiera, justo unos días después del 'dieciocho'. Esos días en que uno se levanta un poco tarde y el café no hace efecto porque el cuerpo todavía está medio enfiestado. Tengo 32 años y trabajo en una oficina en el centro de Santiago, un lugar con harto movimiento pero donde todos se cachan. Mi jefe tiene la reputación de ser el tipo más simpático. 'El buena onda', le decían, y ocupaba un cargo muy alto en el gobierno, lo que le daba un aire aún más importante.

Las Fiestas Patrias todavía resonaban en nuestras cabezas, y entre empanadas y cuecas, las conversaciones en la oficina eran más relajadas. Mi jefe, como siempre, lanzaba alguna indirecta que al principio me parecían amables, del tipo '¿Te gustaría ser mi asistente personal? Te subiría el sueldo, por supuesto'. Y efectivamente, un día me subió el sueldo sin que yo lo pidiera. Aunque estas indirectas me hacían ruido, le restaba importancia porque él siempre fue respetuoso.

Un día, después de salir de una de esas reuniones eternas que parecen nunca acabar, me invitó a almorzar. 'No te podís perder el menú del restaurante peruano que está aquí cerca, los mejores pisco sour de Santiago', dijo con su típica sonrisa. En busca de una excusa para no volver a la oficina por un rato, acepté la invitación. Después de tanto festejo dieciochero, la idea de seguir celebrando un poco más sonaba bastante bien.

Llegamos al restaurante y la conversa fue piola, llena de risas y anécdotas. No puedo negar que él sabe cómo hacer sentir cómoda a la gente. Uno, dos, y quién sabe cuántos pisco sour después, se me apagó la tele.

Desperté a la mañana siguiente, más perdida que el teniente Bello, con la luz del sol entrando por la ventana. Al abrir los ojos, me di cuenta de que no estaba en mi pieza. Me encontraba en cama ajena y, al girar un poco la cabeza, vi a mi jefe durmiendo plácidamente a mi lado. Mi corazón se detuvo por un instante, y todo tipo de pensamientos cruzaron mi mente.

( Continuara... )



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