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De la Citroneta al Lexus

Hace unos días, mientras revolvía un cajón lleno de papeles añejos, me topé con una fotografía que me transportó directamente a mi infancia. Ahí estábamos, mi hermana y yo, con las sonrisas más radiantes y puras, posando junto al mayor orgullo de mi papá: una citroneta usada, un verdadero diamante en bruto para nuestra familia en esos años 80 en Pudahuel. Aunque nuestra humildad no era evidente a simple vista, bastaba con mirar un poco más allá para entender la realidad económica con la que vivíamos.

No quiero abrumarlos con detalles de esa época, pero ahora, con la claridad que brinda la distancia temporal, me asombro al recordar que quizás pocos habrían adivinado el rumbo que tomarían nuestras vidas. Yo, un emprendedor con el motor siempre encendido, y mi hermana, luchadora incansable y exitosa en su carrera.

Nos formamos en colegios públicos y modestos, donde el conformismo parecía ser la norma. Muchos de nuestros compañeros habían sucumbido a esa resignación silenciosa, aceptando que sus vidas no trascenderían más allá de esos muros desgastados. 'Es la pobreza', decían, convirtiéndola en una excusa más que en un reto a superar.

Pero algunos pocos nos rebelábamos contra esa mentalidad, convencidos de que, con esfuerzo, podríamos cambiar nuestro destino. Recuerdo ir al colegio con ropa de calle porque el uniforme era un lujo que mi padre, un hombre de trabajo incansable, no podía costear. Él seguía sus propios estudios técnicos por la noche, soñando con darnos un presente diferente.

Ahí es donde mi crítica social toma forma. Me resulta profundamente frustrante que, cada vez que surge una conversación sobre meritocracia y esfuerzo personal, especialmente con quienes desconocen mi origen, me tildan de privilegiado. De inmediato asumen que tuve todas las facilidades para lograr el éxito, y argumentan que la gente pobre no tiene esa posibilidad. Me cuesta horrores convencerlos de que no tuve NADA regalado, ni un solo peldaño adelantado en la escalera del éxito.

Esa fotografía que encontré es un fiel recordatorio de aquello. Me duele ver que muchos eligen ver el esfuerzo como una utopía inaccesible más que como una herramienta de superación. Es verdad, la pobreza es un desafío, pero creer que es una barrera infranqueable es lo que realmente nos detiene.

La diferencia no siempre está en el punto de partida; está en cómo decidimos caminar el camino. Nadie me regaló nada; cada paso fue producto de un esfuerzo decidido, nacido desde la nada y empujado por el deseo de avanzar. Esa humilde citroneta de la fotografía es una metáfora perfecta: a veces, los cimientos más modestos son los que mejor sostienen nuestras mayores aspiraciones. Así, esos dos niños, con solo sus sueños y la fortaleza de un padre esforzado, aprendieron a conducir su destino hacia lo inesperado.



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