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Volviendo a casa

Hace diez años decidí irme de Santiago. Mi vida tomó un rumbo completamente distinto, pero nunca olvidé aquella ciudad que me vio crecer y me dibujó tantos recuerdos. Siempre que podía, antes de irme, me escapaba por la misma ruta: desde la estación Los Héroes hasta la Plaza Italia, caminando por la Alameda. Había algo en ese recorrido que me hacía sentir vivo, como si cada paso me recordara quién era y de dónde venía.

Volví hace poco. Diez años después, me encontraba en la misma estación Los Héroes, pero todo parecía distinto. La ciudad había cambiado, o tal vez había sido yo. Con nerviosismo y expectativa, comencé a caminar por la Alameda, como en los viejos tiempos.

Lo primero que noté fue cómo el tiempo había dejado su huella en los edificios, en los rostros de la gente, y en el aire mismo que respiraba. Las fachadas, que una vez relucían bajo el sol, ahora se mostraban desgastadas, algunas incluso manchadas con pintadas que gritaban las historias de una década de cambios. Las calles, aunque igual de bulliciosas, tenían ese aire de melancolía que sólo el paso del tiempo puede dejar a su paso.

Caminé, sumido en mis pensamientos, casi como un espectro entre la multitud, hasta que llegué a Plaza Italia. Aquella plaza que había sido testigo de tantas celebraciones, protestas y encuentros, ahora me miraba con ojos cansados. Pero a pesar de todo, había en ella una belleza irrompible, una resistencia que incluso el tiempo y las circunstancias parecían respetar.

Ver todo deteriorado pero igual y reconocible me llenó de sentimientos mezclados. Había tristeza, sí, por lo que una vez fue y ya no volvería a ser. Pero también había nostalgia, una dulce y amarga nostalgia por los momentos vividos en esas calles. Y, sorprendentemente, había esperanza, esa sensación de que a pesar de las cicatrices, seguimos adelante, construyendo nuevos recuerdos sobre los viejos.

Ahí parado, en medio de Plaza Italia, me di cuenta de que esta ruta, este camino de la estación Los Héroes hasta aquí, seguía siendo un reflejo de la vida misma. Un recordatorio de que, aunque todo cambie, aunque nosotros cambiemos, siempre hay algo de belleza en recordar de dónde venimos, y siempre hay una luz, tal vez pequeña y titilante, pero persistente, que nos guía hacia adelante.

Volviendo a la estación con el corazón lleno de emociones encontradas, sabía que, a pesar de todo, Santiago seguía siendo mi hogar. Un hogar cambiado, sí, pero aún lleno de vida, de historia y de historias por contar. Y me prometí a mí mismo, mientras me alejaba, que no dejaría pasar otros diez años para volver a recorrer esa ruta tan especial, tan mía.



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