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De la tristeza a la felicidad

Cuando era niño, siempre observaba a mi padre llegar a casa del trabajo, cansado y con una expresión de hastío. Era como si su trabajo fuera lo peor del mundo. Pero, a pesar de eso, recuerdo que me llevaba dulces, candies masticables y cualquier detalle que pudiera hacer que mi día fuera un poco más feliz. Nunca supe cómo tenía el ánimo para levantarse y enfrentar cada día, probablemente su familia era lo único que lo motivaba a ir a un trabajo que no lo hacía feliz.

A medida que crecí, me perdí muchas de sus llegadas a casa, pero supongo que siempre llegaba con la misma cara cansada y aburrida que recordaba. Ya no traía dulces ni detalles. Obviamente, como uno crece, pierde un poco la cercanía con los padres, pero de vez en cuando me acordaba de los candies que solía traer y hasta podía sentir el sabor a plátano de mis candies favoritos.

Tuve la suerte de estudiar en la universidad gracias a las becas que obtuve por mis buenas calificaciones, por lo que no tuve que endeudarme ni pedirle a mi familia que me costeara los estudios. Estudié lo que realmente quería y me convertí en especialista en relaciones internacionales.

Cuando salí de la Universidad, mi padre cambió su actitud. No sé si fue para mejor o peor, pero cambió de trabajo. Ya no sería empleado de nadie más, decidió poner un quiosco cerca de la casa.

Su motivación también cambió. Ya no se trataba de ganar mucho dinero, ahora quería otra cosa. Nunca más volví a verlo con esa expresión de que la vida se le consumía. Así como dicen que fumar un cigarro te acorta la vida en 15 minutos, cada día que trabajas en algo que no te gusta te quita un día completo de vida.

Siento que él nos regaló más de 25 años de su vida. A pesar de que no hizo lo que realmente quería hacer, trabajó duro para mantener a su familia. Como yo tuve la suerte de estudiar y trabajar en algo que me gusta mucho, casi no puedo imaginar lo que es hacer algo que no te gusta durante tantos años y que incluso te fastidie.

Lo más bonito de todo es que, ahora que tiene el quiosco, siempre que lo visito, le regala a mis hijos los mismos candies que me traía a mí cuando era niño. Y todos en el barrio lo conocen como don José, el señor del quiosco. Es un nombre que se ha ganado con su dedicación y amabilidad. Me siento muy orgulloso de él.



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