Y despues? que paso?
No sé si está bien. Creo que debería decir que en realidad es políticamente incorrecto o algo así.
Pues les cuento que empecé a trabajar desde bien chica, principalmente haciendo aseo en casas particulares. Siempre cerca de donde vivía, en el barrio, las casas vecinas, me ofrecía para servicios domésticos o para cuidar niños después del colegio.
Recuerdo que era chica todavía cuando en el almacén de la esquina de mi casa me encontré con la sra. (le vamos a poner Juanita) y me dice:
- Oiga mija, sé que uste sabe hacer las cosas de la casa -
- Sí, sra (Juanita) - le contesté alegremente
- Mire, le tengo una peguita para mi mamita que necesita alguien que le vaya a ordenar los sábados - Me dijo con tono de súplica.
Yo sabía que la viejita (Mamá de la sra. Juanita) vivía en una casa grande como a dos cuadras de la mía. Era un caserón de tablas apolilladas que daba miedo por sus ventanales opacos, cortinas sucias y rasgadas y la cerca de fierro puntiaguda en el antejardín.
Detrás de la casona doña Juanita había decidido edificar su propio hogar, compartiendo el sitio con el de la viejita, pero atrás, al fondo de la propiedad.
- Claro... - le contesté sin mediar objeción.
- Se le pagaría 5 mil pesos - replicó doña Juanita - pero tiene que ponerle empeño.
- Claro - dije - entonces el sábado estoy por allá. En la mañana.
- Sí, pásese como a las 10 - dijo la Señora, retirándose con parsimonia.
Llegó el sábado y me quedé dormida. Salí apurada de mi casa, pero logré llegar apenas unos minutos tarde a la cita con mi oficio: Limpiadora a domicilio.
Apenas iba a poner el puño en la puerta para hacer la llamada correspondiente, esta se abrió de un golpe y apareció rauda doña Juanita, haciendome entrar a la par que me daba todas las específicas instrucciones que son parte del ajetreo de las labores domésticas. Qué esto se debe lavar y aquello despolvar. Dónde estaban los utensilios, etc, etc.
Terminada la breve inducción quedé a solas con la única moradora de la casona, la amable viejecita que sentada en un sofá me sonreía de cuando en cuando mientras observaba la tele, embuída en su semblante distante, como si existiese paralelo. En otro sillón, en otro living, en otra dimensión.
Así transcurrieron varios sábados, hasta que una mañana y despúes de hacerme pasar para darme las habituales instrucciones, me advirtió que no hiciera mucho ruido.
- Tenemos visita - observó con cautela y un poco de misterio.
Lógicamente yo no sabía de quién se trataba, pero antes de precipitarme en la curiosidad, doña Juanita nos había dejado a las dos. La amable viejecita y un ser o algunos seres extraños, lo desconocía yo. En ese momento.
Intenté no darle importancia y comencé a hacer el aseo como de costumbre. Siguiendo con las labores en el segundo piso, comencé a hacer las camas y a barrer como lo solía hacer desde temprano. Solo algo llamó mi atención al observar de refilón una de las puertas del pasillo. Estaba entreabierta.
Se trataba del cuarto de invitados. Allí solía pasar la escoba y no mucho más puesto que naturalmente nadie habitaba allí. Levanté la vista con algo de pudor tratando de adivinar si allí se encontraban los misteriosos invitados, y sí, efectivamente había alguien tumbado en ese armatoste dorado. Bajo las cobijas el cuerpo de un hombre que me observaba fijamente.
- Hola - Dijo de pronto.
- Ehhh... Chuta... parece que lo desperté - repliqué muy nerviosa. Era chica, era mi primer "empleo" y le tenía un profundo pavor a la autoridad. A los retos, regaños, sermones y ese tipo de cosas en que son buenos los mayores para los de mi edad en ese entonces.
- No... no te preocupes - dijo el hombre - pasa nomás, y continúa limpiando. Acá yo no incomodo.
- Ya bueno - le respondí, tratando de pasar la escoba mientras él seguía con su mirada en mí. Se hacía el dormido, pero sentía que me miraba con los ojos entrecerrados. Me moví con premura para salir rápidamente de ahí y cuando estaba a un paso de traspasar el dintel de la puerta escuché:
- Oye pero te faltó algo - dijo una voz con tono entrecortado
- Sí? Dígame que falta - retruqué bajando un poco la mirada para no encontrarme con la suya.
- Creo que deberías pasarle la escoba a las esquinas ¿Entiendes? - Preguntó, señalando con el índice los vértices superiores de la habitación.
- Es que si no se limpian bien, pueden aparecer arañas de rincón - Reflexionó.
Entonces me encontré en la disyuntiva de seguir mis instintos y salir de allí sin obedecer, cómo si no hubiese escuchado la orden, como si el huésped no hubiese llegado nunca a esa casa sombría y lúgubre habitación o solo dejarme llevar y atenerme a los designios de mi nuevo "jefe".
Así que opté por acceder a la petición y elevé los brazos con la escoba, de una forma un tanto ridícula (por mi porte) balanceándome, tratando de realizar una suerte de malabar circense para encararme y llegar hasta la esquinita de la habitación.
Así me balanceaba con la escoba estirada, mis brazos estirados hacia lo alto, cuando sentí que por detrás una sombra se aproximó para rodearme por completo. Yo menuda como era, me asusté pero no pude reaccionar. Sentí las manos del hombre, de mi huésped, atenazantes sobre mi cintura. El rojo se me vino al rostro de súbito. Sentí un calor en todo el cuerpo. Al principio fue una rabia tremenda que se me agolpó en la cabeza, luego, ¿cosquillas? No, era algo distinto lo que me recorrió el cuerpo con la celeridad de un rayo primero, luego esparciendose suave como un balsámo. Una sustancia semilíquida llenó mi cuerpo de una calidez rara. Desconocida.
Seguí sintiendo la tibieza de sus manos recorrerme. Era chica. No supe qué hacer ni como reaccionar.
Sabía que algo no estaba bien, que debía hacer o decir algo. Tal vez gritar. Entonces pensé en la enorme casona en la que me encontraba con ventanales opacos y sus cortinas pesadas y manchadas de quizás que siglo. El ruido del televisor. La casa de doña Juanita perdida en un rincón del patio me parecía a años luz, así como la mente de la viejecilla que se arrellanaba en el sillón sonriendo afablemente a cualquier desconocido.
Me volví de piedra. Aún así me tomó, me giró, me besó un par de veces y luego me soltó cuando escuchamos un ruido en la cocina.
- ¡Doña Juanita! - finalmente exhalé. A prisa bajé rápido la escalera aún con la escoba en manos temblorosas. No recuerdo que me dijo, no recuerdo bien que hablé, tenía la cabeza a mil revoluciones. Estaba temblando con los labios constreñidos. Repasando confundida lo que recién había sucedido.
Finalmente me fui a mi casa, cansada, desorientada. Pensé toda la semana en no ir más, pero necesitaba el dinero y decidí volver.
El huésped no se había levantado de la cama cuando me fui aquel día. Al sábado siguiente no estaba. ¿Habría sido todo un mal sueño? ¿Habré llegado adormilada ese día y me tendí en esa cama d1e barrotes dorados hasta perderme en una pesadilla?
No quise preguntarle a doña Juanita quién era ese hombre ni qué hacía allí. Me daba verguenza. Nunca lo había visto ni nunca lo volví a ver.
Seguí yendo algunos otros sábados. Cuando iba, me tendía un rato en la cama y tocaba mi corazón. Rememoraba ese momento con sentimientos encontrados. Rabia. Dolor. Pena. Angustia. Verguenza. ¿Placer? Sé que esto no está bien y que es políticamente incorrecto, pero tal vez sentí placer y eso me impedía olvidar. Olvidarlo. ¿Será que está mal pensar así? Les dejo abierta la pregunta.
Pasaron unas semanas y la señora Juanita pensó en mandar a su mamita a un lugar donde la cuidasen mejor y le hicieran el aseo. Todo por el precio de uno. Quería invertir en remodelar la vieja casona para instalarse allí ella y dejar el habitáculo trasero para arriendo. Con eso pagaría la mantención de su viejita en el asilo de ancianos. Y de este modo todo sucedió.